Tener la dicha de vivir en la parte central de una ciudad linda, caminar por todos lados, no usar tu carro para nada, no tener carro, vivir en el transporte público y en la calle, nunca ir a los suburbios, no conocer los suburbios, no entender las ciudades donde el auto es casi una obligación, no querer vivir en una ciudad hecha para el auto, despreciar la gente que vive en ciudades hechas para el auto. Todo esto no te hace mejor persona. No te hace cool. Las ciudades del sur de los Estados Unidos así se desarrollaron en la segunda mitad del siglo XX. La ciudad automovilística no es algo que me llena de orgullo, pero tampoco me averguenzo de las restricciones impuestas por estas decisiones ajenas de la petro-urbe. Es una realidad que se construyó poco a poco con las autopistas y sus listones de destrucción urbana, con las autopistas anillo que se multiplican año tras año, con los fondos de los gobiernos estatal y federal que alimentaron esa locura de la expansión de autopistas, con el sueño gringo de una casa en los suburbios, con el terror de tener un vecino negro. Ese mismo miedo que ahuyentó a una generación de anglos de la ciudad y ahora los trae de vuelta a las vecindades más céntricas. Digo todo esto porque acabe de pasar un tiempo en una ciudad linda: con transporte público, con carriles de bicicletas por doquier, con servicios eficientes de bicicletas compartidas, con una cultura peatonal envidiable. A veces bromeaba con la gente de esta ciudad linda, les decía que tan afortunados eran de vivir en primer mundo, en un lugar civilizado. En mi ciudad automóvil, somos bárbaros, ya no andamos a caballo, sino ya en algo peor, más sucio, mas destructor (mínimo el caballo caga abono): el maldito carro. No todo el mundo tiene la dicha de gozar de sus vidas ordenadas de las ciudades lindas. No todos hemos alcanzado tal nivel de civilización. En la América continental siempre hemos sido eso: bárbaros lejos del centro del mundo, desafiantes y feos. Insisto que no me importa la cantidad de veces que la gente de la ciudad linda hablen mal de mi ciudad y de la gente que vive en ella, yo no voy a desprestigiar a la gente de mi ciudad. Habitamos este desastre de anti-ciudad día a día, encontramos maneras de sobrellevarlo, de convivir a pesar de. No me agrada cuando vengan los civilizados a señalarnos lo bárbaro que somos, aunque digan la verdad. Se me hace que lo tienen demasiado fácil los que vienen de lejos—apartados de nuestro catastrófico vivir diario—solo para indicar todas las fallas de esta ciudad industrial, inhumana. Porque aún en situaciones inhumanas viven humanos, a veces muy mal pero vivimos. No hace falta que vengan de fuera a sorprenderse por nuestro nivel de fealdad, nuestra petro-perdición total, aunque claro, el fuereño también mira con ojos frescos, también encuentra miles de detalles que la gente local ignora. Me da ternura que se sorprendan los ingenuos pero no se ofendan por favor cuando los miramos con cara de aburrimiento: esa catástrofe que acabas de descubrir es una realidad de muchas capas, tiene profundidades inalcanzables y contradicciones inherentes innumerables, tiene huecos y hoyos y baches y se cae uno a diario en ellos, e igual uno se levanta a seguir su lento, salvaje caminar.
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